Para Lutero, esta “libertad del evangelio” estaba por encima de toda autoridad y de todas las leyes humanas. El sistema papal le parecía una intolerable contradicción a esta libertad evangélica; el papa, escribió, había dejado “de ser un obispo, para convertirse en un dictador” (S. S. Wolin, Política y Perspectiva, p. 158). Era imperativo restaurar “nuestra noble libertad cristiana”, pues “se debe permitir que cada persona escoja libremente…” (ibid, pp. 156, 158).
Desde el tiempo de los fariseos, la mentalidad legalista, basada en la autosuficiencia de los méritos propios, siempre tiende a producir dos extremos: o el fariseo o el publicano. El fariseo está segurísimo de su propia justicia, con base en obras de moralismo externo, pero de hecho no es ni justo ni realmente libre. El publicano, en cambio, se desespera por su falta de mérito y su insuperable fracaso en lograr su propia vindicación. Pero ninguno de los dos puede hacer el bien libremente, puesto que la realizan sólo como medio para alcanzar su propia auto-justificación.
El mensaje evangélico rompe este círculo vicioso. Dios en su gracia divina recibe al injusto y lo justifica, “no por obras, sino para buenas obras” (Ef. 2:8-10). La gracia (járis) de Dios despierta nuestra gratitud (eujaristía) y nos transforma en personas nuevas que buscamos hacer la voluntad de Aquel que nos ha redimido. De esa manera, la gracia de Dios nos libera tanto del legalismo y moralismo (heteronomía moralista) como del fideísmo y de la “gracia barata” de una fe puramente formal y verbal. La gracia nos hace libres para hacer el bien, no para lograr una justificación propia ante Dios, sino para agradecer y glorificar a Aquel que nos justificó por fe.
— Hno. Juan Stam Sobre la teología de los Reformadores
Renovación Año 4 – Edición 43