Unidad y misión

Todavía está por estudiarse las razones de la fragmentación de la iglesia. Sospechamos que, de hacerse, tal estudio demostraría que con demasiada frecuencia las razones básicas no son teológicas ni mucho menos. El celo por la verdad tiene su lugar en la vida cristiana, y desde ese punto de vista habrían divisiones tolerables y hasta necesarias, aunque dolorosas. Lamentablemente vez tras vez la verdad es la primera víctima y la teología es utilizada para crear una cortina de humo que impide ver con claridad lo que está detrás de las divisiones. 

Hace unos años un teólogo estadounidense escribió un libro en el cual argumentaba que las líneas que dividen las denominaciones en su país coinciden con las líneas que separan a las clases sociales. En realidad, no es difícil comprobar que también en Latinoamérica las iglesias cristianas están conformadas en general de acuerdo con la estratificación de la sociedad.

Resulta casi imposible encontrar iglesias que demuestren concretamente que en Cristo Jesús las paredes de la separación entre los seres humanos han sido derribadas; que en la nueva humanidad “ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer”, porque todos son uno en Cristo (Ga 3:28; cf. Ef 2:11-22; Col 3:11).

Por otra parte, es un hecho observable que muchas de las divisiones eclesiásticas reflejan riñas y disensiones debidas a conflictos de poder entre los líderes. El individualismo y el caudillismo destruyen la unidad de la iglesia. Son formas de expresión de egoísmo que con mucha frecuencia conspiran contra las relaciones humanas dentro y fuera de la comunidad cristiana. Cristo las detectó entre sus apóstoles hacia el final de su ministerio terrenal y las encaró con su conocida (y siempre vigente) exhortación que se encuentra en Mc 10:42-44.

La humildad es hermana de la unidad. Gracias a ella, la unidad es fortalecida por el mejor de sus colaboradores: el poder del amor. Sin ella por el contrario, la unidad carece de respaldo y en cualquier momento es subyugada por el mayor de sus enemigos: el amor al poder.

Donde hay unidad, todos los miembros tienen algo que contribuir para el crecimiento del cuerpo. Ningún miembro se considera más importante que el otro. Todos se sienten incompletos sin los demás y, consecuentemente, están dispuestos a recibir su aporte. En palabras del apóstol Pablo, “Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que faltaba para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los unos por los otros” (1 Co 12:24-25).

— Hno. C. René Padilla Tomado de Discipulado: Compromiso y Misión
Renovación Año 4 – Edición 46