Continuamos con las reflexiones de este mes, basadas en Hechos 2:46, en donde leemos la conversión de unas tres mil personas, después de escuchar el mensaje del apóstol Pedro el Día de Pentecostés.
Aquella multitud de creyentes constituyó la primera Iglesia Universal teniendo como Cabeza al Señor Jesús, muerto y resucitado para gloria de Dios.
La iglesia que se formó ese día, constituyó la familia de Dios. Y es la iglesia a la que todos debemos pertenecer. Todos los creyentes somos hermanos y hermanas de un mismo Padre que nos seleccionó desde antes de la fundación del mundo. No debemos dudar que es Dios quien hizo y sigue haciendo esta obra de juntarnos como un solo cuerpo en Cristo.
Cada uno de nosotros somos un solo cuerpo. Y cada uno de nosotros somos miembros uno de los otros. Uno de ustedes es el brazo derecho, otro es el brazo izquierdo y otro miembro es los ojos de los demás. Cada uno de nosotros estamos unidos con un vínculo que va más allá de este presente estado, ya que permanece desde ahora y hasta por toda la eternidad. Unidos por el vínculo del Espíritu somos llamados a tener una misma mente y un mismo corazón. Y vernos unos a otros como una parte de nosotros que necesitamos. Mi hermano y mi hermana es una parte de mí que yo necesito. Así como necesitamos cada miembro de nuestro cuerpo, de igual manera, necesitamos a cada uno de nuestros hermanos.
Dios ha diseñado esto. En su sabiduría Dios ha creado a la iglesia no meramente como un grupo de personas reunidas para hacer cosas en común sino como un cuerpo, como una familia que se ayuda mutuamente según la sabiduría y gracia que nos da nuestro Dios. Como una sociedad y nación cuyo arquitecto y constructor es Dios.